El juicio por el robo de bebés nacidos en cautiverio durante la dictadura en el Hospital Militar de Paraná quedó a un paso de la instancia del pronunciamiento de los alegatos. Al cerrar la etapa de audiencias, quedaron registrados testimonios de la tarea macabra de los represores, contada en primera persona por alguien que participó. Pero la historia juzgada tiene un tramo que se interrumpe, el que habla del destino de uno de los niños robados.

por Jorge Riani para El Diario
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En la cadena de testimonios, hay un eslabón que se pierde. Justo aquel que refiere al momento en que un niño recién nacido es retirado de un instituto privado de medicina y lo llevan hacia un lugar del que no se sabe, precisamente, por el extravío de ese eslabón. Se pierden los nombres propios y los lugares. Dónde está el niño; quién lo llevó.

El niño es uno de los hijos mellizos, el varón, que nació en cautiverio de Raquel Negro, su madre, y en su propio cautiverio y de su hermana melliza, Sabrina Gullino. Tras haber nacido en los primeros días de marzo de 1978 en el Hospital Militar de Paraná, fue retirado del lado de su mamá y lo trasladaron al Instituto Privado de Pediatría (IPP).

Si algo se sabe de la historia es porque en cada tramo hubo algún testigo que aportó datos. Y datos sobre datos, se conformó el relato. Se reestableció la historia.

El rol de los testigos en esta historia real, dramática y conmovedora, evoca al cautivo-testigo de “El Entenado”, aquel único sobreviviente de un barco asaltado al que los integrantes de una tribu antropófaga dejan vivo, precisamente, para que mire y cuente. Habían matado a todos los otros en forma sanguinaria y cruda. En la lógica creada por Juan José Saer, parecería que la tribu necesitaba ser observada para existir. Como sea, el relato, que se basa en una leyenda concreta de esta zona Litoral en años de la conquista española, trascendió por ese testigo. Pero eso es literatura.

En esta historia que se ventiló en Paraná, en lo que se conoce como el juicio por el Caso Hospital Militar, hay protagonistas vivos; es el drama contemporáneo, con la continuidad de un delito, como la desaparición forzada de personas y la sustitución de identidad aún en ejecución.

Y los testigos que aportaron las piezas para reconstruir la historia son enfermeras, empleados, administrativos, periodistas con la puntual excepción de militares y médicos.

Los militares y los médicos coincidieron en algunas frases: “no me acuerdo” y “yo no estuve”. El eslabón se pierde allí, aunque el trabajo que queda por delante es establecer si lo que dijo un testigo –un ex colaborador de la dictadura que reveló ya en un juicio previo por el cual fueron condenados cinco de los seis procesados– conduce hacia ese eslabón, hacia la respuesta adeudada: dónde está el mellizo varón, hijo de los militantes desaparecidos Raquel Negro y Tulio Valenzuela.

El testigo es Eduardo Costanzo, un oscuro personaje que habló. Su relato constituyó una pieza de terror narrada en primera persona, y la veracidad de sus dichos fue remarcada por él mismo cuando dijo que la prueba de que no mentía era que Sabrina Gullino pudo ser hallada porque él denunció que tras ser robada fue abandonada en el Hogar del Huérfano de Rosario. “Me siento orgulloso de que Sabrina haya recuperado su identidad por mí”, se jactó en plena audiencia.
Costanzo aseguró ahora que al hermano de Sabrina lo robó un militar llamado Paul Navone. Se trata de un represor que se quitó la vida de un disparo en la sien el mismo día que debía venir a declarar por esta causa en la instancia de instrucción, ante la jueza Myriam Galizzi.

“Háganle un ADN al hijo de Navone, que el día que se mató lo mandaron a España, y al hijo del hermano de Navone, que vive en Casilda. Allí era vox populi que Navone tenía un hijo de desaparecidos, o él o el hermano”, dijo en la audiencia.

 

BRUTALIDAD
La declaración de Costanzo constituyó, quizás, la primera oportunidad en que se habló públicamente en Entre Ríos sobre la dictadura de una manera tan cruda, con detalles de la obra siniestra. Fue el relato de la dictadura vista en sus recodos más oscuros y descriptos para el mundo entero.

El robo de los mellizos Negro Valenzuela fue contextualizado en una obra criminal de gran envergadura, como fue la matanza de 16 militantes en la quinta personal de otro de los procesados, el militar Juan Daniel Amelong.

Costanzo habló de “la patota” al referirse al equipo represivo que integraron los procesados Amelong, Pascual Oscar Guerrieri, Jorge Alberto Fariña, Walter Salvador Pagano y Marino Héctor González. “Estos no eran combatientes; eran delincuentes, ladrones”, comenzó definiendo el colaboracionista al que el Ejército le puso el nombre de “Castro”.
Contó cómo mataban y robaban. El testimonio da cuenta de un perturbador nivel de cinismo generalizado entre los represores.

Las crónicas del día, las de los diarios de la jornada siguiente, no registraron todo lo que dijo porque Costanzo se explayó por fuera de los límites del hecho juzgado. Cómo síntesis, superada la inmediatez de la noticia, vale dejar registrado esa descripción del accionar represivo que hizo el testigo.

Dio cuenta que los represores eran los dueños de la vida y de la muerte. Pero también de los bienes que tomaban con la más descarada impunidad. “Uno le hizo hasta de ladrón a ellos”, dijo el personaje, en su rol ahora de testigo, con traje formal y corbata multicolor estampada de personajes de Walt Disney.

Ilustró su afirmación con una oscura anécdota. Dijo que cuando el procesado Fariña iba a ser trasladado a Posadas, sabía que necesitaría una lancha para disfrutar del Río Paraná, una camioneta y un auto nuevo. Entonces la patota robó las tres cosas y el militar se las llevó como propias.

Sobre la matanza de los militantes en la quinta de Amelong contó que simularon que iban a liberar una presa y entonces organizaron un almuerzo. En torno a la mesa había represores y presos políticos. Comieron, tomaron, brindaron, charlaron. Para coronar el almuerzo pusieron dos botellas de whisky. Una para los militares y otra para los presos. Ésta última estaba envenenada. Los presos fueron cayendo uno a uno y los que peleaban contra la muerte estallaban en llanto. La mujer que iba a ser liberada fue una de las que lloró. Lloró hasta caer muerta y su cuerpo, como los otros quince, recibió un tiro de gracia. Ese testimonio se escuchó esta semana en Paraná.

 

VUELOS DE LA MUERTE

Acusó puntualmente a Marino González de ser quien tiraba los cuerpos de los presos muertos o sedados al mar. “Sebastián y Sabrina –dijo hablando para los hijos de Raquel Negro, el primogénito y la melliza encontrada, que presenciaron todo el juicio– miren bien a este hombre porque es el último que toca a su madre. Él es el que tiraba la gente desde los aviones”. “Sebastián –agregó–, ese la mató a tu madre; la tiró al mar para que la coman los tiburones”. Y agregó que el acusado le contaba “cómo flameaban en el aire los cadáveres que tiraba desde el avión, y cómo se manchaba de sangre el agua cuando golpeaban”.

Según el testimonio, Raquel Negro fue asesinada y arrojada al mar, como los otros militantes. Los cadáveres de los 16 habían sido cargados en un camión Mercedes Benz y se sumó el cuerpo de la militante que fue llevado a la quinta de Amelong –también llamada La Intermedia, porque está entre Rosario y Santa Fe– en el baúl de un Peugeot 504, atado de pies y manos.

Pascual Guerrieri está considerado como el mandamás de la patota, que actuaba con el nombre castrense de “Jorge Roca”. De él Costanzo dijo que se quedó con la plata de un retroactivo que debía cobrar y que mató, que robó, que fue el que mandaba a la tropa de represores.

Por eso, al día siguiente, ya sobre el final de la semana, Guerrieri quiso hablar. Si bien desmintió que haya estado él en los operativos represivos, se mostró verdaderamente indignado porque no se quedó, dijo, con el dinero de Costanzo. No, eso no.

Pero confirmó que en el marco de la represión ilegal, los militares tuvieron campos de concentración para los prisioneros y agregó, quizás en un lapsus linguae: “Costanzo también conoció, participó y ejecutó”.

“Esto fue una guerra, y en toda guerra hay campos de concentración”. Pascual Oscar Guerrieri tiene una singular opinión sobre la tarea represiva por la que ya fue condenado en Rosario. Lo demostró en la última audiencia del juicio oral y público que ahora quedó en instancias próximas a los alegatos en los tribunales federales de Paraná.

 

Fuente: http://www.eldiario.com.ar/diario/interes-general/nota.php?id=21048