En las últimas audiencias declararon tres de los cuatro socios propietarios del Instituto Privado de Pediatría. Al igual que en el Hospital Militar, algunas enfermeras aportaron datos relevantes sobre la estadía de Sabrina y su hermano en aquel sitio, confirmando la atención a un paciente que provenía del nosocomio castrense e inscripto como NN. Las contradicciones en los testimonios llevaron a un careo entre Vainstub y Schroeder.
Martín Gerlo

La hipótesis de que el hijo varón de Raquel Negro sufría una cardiopatía congénita severa que le habría costado la vida fue seriamente cuestionada por las personas que tuvieron contacto con él en marzo de 1978: las profesionales del Instituto Privado de Pediatría (IPP) ratificaron que el niño estuvo en una de las “seis u ocho” incubadoras que poseía el lugar –número escaso como para no percatarse de la presencia de un paciente, como argumentaron los médicos- y que su estado de salud distaba mucho de ser el sospechado hasta el momento. Una enfermera negó taxativamente que el chico haya tenido esa patología: “No, para nada” respondió consultada por el Tribunal, sosteniendo que de haber sido así hubiese estado “encima de la criatura», cuando en realidad se le dio una atención normal. A su vez, de todos los testimonios no surge un solo indicio de que el hermano se Sabrina haya sido sometido a una cirugía, la cual –según Alfredo Berduc, quien habló con lujo de detalles sobre el cuadro clínico del niño- es indispensable para evitar su prematura muerte. Por si fuera poco, los mismos socios propietarios del IPP –que poco y nada aportaron a la investigación- afirmaron que si el niño egresó del Instituto, tiene que haberlo hecho con vida. En medio de la confusión, van surgiendo algunos elementos esclarecedores: el silencio, la omisión, el ocultamiento, las contradicciones y la lisa y llana mentira. Todos ellos también quieren decir algo.

 

El dueño de la vida y la muerte

La mujer trabajaba en el laboratorio del nosocomio castrense de la capital provincial hacía casi dos décadas, pero ese no sería un día más: iba a ver algo que la marcó de por vida. Fue llamada desde el quirófano, donde operaban de urgencia a un paciente NN.

Cumpliendo con su deber, comenzó a buscar un frasco con sangre 0+ y los demás elementos para clasificar a esa persona que se hallaba tendida en una camilla, y de la cual no se olvidaría jamás. Había llegado al hospital con muchas heridas y bañado en sangre, síntomas inconfundibles de un deliberado ataque. Mientras se disponía a consignar los datos del paciente, escuchó detrás suyo una voz que la dejó helada: “No es necesario, si ya se va a morir…”, le dijeron. “No importa, es mi trabajo”, alcanzó a responderle.

“¿Puede decirme quién es la persona que le dijo eso”? le preguntó el presidente del Tribunal, Roberto López Arango. “Sí -respondió nerviosa-: el último que Ud. nombró hoy”, afirmó, moviendo la cabeza hacia su derecha. “¿A quién se refiere?”, insistieron, para que no quedaran dudas. “Al doctor (Juan Antonio) Zaccaría”, manifestó al fin.

“Esa persona murió antes de finalizar la cirugía; lo habían traído como de urgencia. Esa situación me provocó tanta angustia que pensé: ‘¡qué vida desperdiciada!’”, confesó.

Luego de la traumática escena se dirigió a la Sala I del nosocomio castrense. Tomó el teléfono, pero fue inútil: no podía hablar. Nunca más pudo contarlo. Hasta el momento en que le tocó declarar…

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)